domingo, 23 de junio de 2013

Cronica de la pasión.

Si la lluvia nos contara, si esta ciudad supiera, la cantidad de cosas que las nubes de la ciudad presencian, cosas tan increíbles, insólitas, cosas que ni el mejor guionista sería capaz de imaginar, hazañas indescriptibles, epopeyas dignas de la mitología griega, salidas de la imaginación de algún loco maravilloso, de esos que se presentan cada tanto, las historias que los padres les cuentan emocionados a sus hijos, llenos de ese espíritu infantil, con la voz quebrada, con los ojos llorosos, anécotas que los hijos son incapaces de creer, anécdotas que yo mismo me negué a creer, aquellas anécdotas que nos hablan de la lucha de gigantes, en donde uno con una herida de muerte, y lleno de orgullo se niega a caer, aquellas anécdotas donde uno de los gigantes, con su propia sangre corriendo entre sus dedos se niega a morir.  Bien, pues eso será lo que les contaré, una historia increíble, de una pasión indescriptible, una historia que habla de mas de una resurrección.
Algún escritor describió alguna vez al fútbol como el regreso a la infancia, yo no podría estar mas de acuerdo. El fútbol es la vuelta a la época de los héroes, esa donde idolatrábamos a alguien que orgulloso portaba una vestimenta ridícula, con los calzoncillos de fuera, esos héroes coloridos y extravagantes, que nos hacían creer que bastaba un segundo para cambiar las cosas, que bastaba un golpe para devolver la esperanza.
Días antes había pensado en abandonar el fútbol (Como aficionado) estaba hartandome un poco, las cosas que una vez me habían hecho sentir cierta emoción ahora me hacían sentir aburrimiento, me hacían creer que cada día me volvía mas "Común" me parecía cada día mas a mi padre, a un señor cuarentón común y corriente, me sentía vil. Sin embargo por esas fechas, cuando la decisión de dejar aquel deporte había sido tomada, y parecía irrevocable, mi equipo pasó a las finales, razón suficiente para seguir viéndolo, al menos por un rato, mientras lo eliminaban, cosa que por los antecedentes recientes no me parecía difícil, yo estaba a la espera de un juego que exaltara mi pasión, me me devolviera a aquellas épocas de la niñez, pero nunca llegó, las eliminatorias pasaron, mi equipo ganaba, pero como se había vuelto costumbre, yo no estaba satisfecho, el fútbol para mi ya era algo vacío, algo que ya catalogaba como un mero pretexto para pasar un rato con mi padre. Las finales pasaban, mi equipo clasificaba, pero la decisión no se levantaba, yo iba a dejar el fútbol.
Llegó la final, mi equipo tenia frente un escenario épico, el mayor rival de la ciudad en frente, cerrando en casa, una de esas cosas que se ven pocas veces en la vida, el pretexto perfecto para continuar con el fútbol. Como sabrán, la final del fútbol en Méjico se juega a dos partidos, el primer partido transcurrió con una monotoneidad insólita para un partido de esa talla que pintaba para ser una de las finales mas memorables del fútbol en este país, el resultado, uno a cero, adverso para mi equipo. Y aunque el resultado no había sido avasallante, para mi parecía lapidario, mi fé en el fútbol estaba totalmente extinta, para mi ver aquello era como la marcha fúnebre para mi equipo, y para mi pasión por aquel deporte.
Dios sabe como, pero mi padre consiguió boletos para el segundo partido, el camino al estadio, el llamado "Coloso de Santa Ursula" me pareció eterno y soso, una analogía ideal para mi sentir por ese juego, un día gris y lluvioso, parecía que todo se conjugaba para el entierro de la pasión que para aquel entonces estaba muerta.
A los quince minutos de mi estancia en aquel inmueble mi equipo sufrió una expulsión, tres minutos después, un gol en contra, la cosa se veía acabada, y era el clima general, en el fondo sé que las otras 110,000 personas que me rodeaban pensaban lo mismo, el partido estaba sentenciado, el balón rodaba con la única esperanza de que el tiempo se consumiera y el equipo rival pudiese levantar su primera copa en quince años, en el escenario mas adecuado, la casa del archienemigo, la mesa estaba mas que puesta. Los minutos pasaron hasta llevarnos al punto en donde todos hacían oficial la perdida de fé, muchos dicen que fue al minuto 87, yo no lo sé, no reparé en detalles, solo deseaba que aquello terminara para oficializar mi decisión. Me levantaba de mi butaca tras la orden de mi padre, las palabras "Vámonos, yo ya no quiero ver esto" parecían darme la sentencia, una vida alejada de ese deporte que tanta ilusión me daba cuando niño, caminabamos por el pasillo de butacas, no eramos los únicos, cuando levantamos la cara para echar el ultimo vistazo de aquel trágico paisaje nos encontramos con el gol, un gol agónico que parecia decir "Hemos perdido, pero no hemos bajado los brazos" la sentencia parecia ser la misma, ya que el equipo necesitaba dos goles para empatar el encuentro, pero el clima era otro, la derrota estaba presupuestada, pero había algo en el aire, algo que se confirmo con una mirada mutua entre mi padre y yo, una mirada que decía a todas luces "Nos quedamos" regresamos a nuestros lugares en un acuerdo silencioso, el tiempo era insuficiente, se podía ver, pero aquel equipo, aquellos "héroes" de colores extravagantes nos decían lo contrario, ellos atacaron, con el orgullo por delante, sin esperanza, eso se notaba, la única esperanza que había en ese campo era la de perder con la cara al sol, y lo estaban consiguiendo. En un saque de esquina vimos al presidente del equipo gritandole al portero que se lanzara al frente, el arquero obedeció, el estadio enmudeció, a lo lejos se escuchaban los gritos de los aficionados rivales, gritos de alegría al saberse campeones, gritos que yo no podía comprender, no en aquel momento, el tiro de esquina pasó de largo. De nuevo, la sentencia parecia dada.
No sé que tan patético sea, pero les puedo garantizar que aquel fue el momento mas feliz de mi vida, fue un mero reflejo el gritar gol, las lágrimas salían y se confundían con la lluvia, las lágrimas guardadas para la muerte de mi pasión ahora festejaban la resurrección de la misma, y es que cuando el portero marca el gol en el ultimo minuto de una final, no hay mucho mas que decir, a pesar de que ese gol representaba tan solo el empate en el marcador, todos en aquel estadio sabíamos que el gol anotado por el guardameta era la hazaña que tantos años escuchamos, ese momento en el que un equipo demuestra su grandeza, y mas que eso, es el momento en el que el balompie nos muestra de lo que es capaz.
Como comentario final y por si se lo preguntaban les puedo decir que el equipo al que yo apoyaba consolido la hazaña con la victoria, y levantó el trofeo, el arquero que metiera el gol del empate atajo un penal. Y al final, la pasión revivió.

¿Que tienes fútbol? ¿Que tienes que cautivas a todo el que ve rodar ese balón? ¿Y que tienen aquellos que no gustan de tus hazañas? Esos infieles que tanto critican al mirar los partidos, que te acusan de ser el nuevo opio de las masas. ¿Y si lo fueras? Que opio tan placentero, que droga tan dulce ¿Que tienen ellos, fútbol? Yo solo sé, que no te tienen a ti.



El Amargo.

miércoles, 12 de junio de 2013

Ricordando a Sandro.

El viajero insomne (1977) fue la última obra publicada en vida por Sandro Penna (Peruggia, 19o6-Roma, 1977). La historia textual de esta plaquette es un indicio del peculiar personaje que este gran poeta representó. Penna ejercía una extravagante mezcla de oficios contador, traductor, marchante de cuadros de poca monta, y vivía siempre al borde de la indigencia. Una indigencia aristocrática: Cesare Garboli, su editor y albacea, cuenta que a principios de los años setenta en la época en que estos poemas fueron escritos Penna vivía en la mayor pobreza, pero no se privaba de pagar un chofer que todas las tardes lo llevaba a respirar la brisa del sudoeste a un preciso punto de la periferia romana, entre la vía Aurelia y la ruta a Fiumicino. Un grupo de escritores, entre los que se encontraban Garboli y Natalia Guinzburg, organizó una colecta, a la que adhirió el diario Il Messaggero, para paliar sus necesidades más urgentes. El episodio forma parte de la monumental agitación ideológica de los años setenta: un grupo de intelectuales de izquierda acusaron a los promotores de la iniciativa de humillar a Penna haciéndolo objeto de caridad pública, cuando se trataba en realidad de “discutir las relaciones entre la creación artística y el poder político y económico”.

Penna fue reconocido como uno de los grandes poetas italianos del siglo XX a partir de 1957, gracias a Poesie, libro en que la editorial Garzanti recogió toda su obra publicada hasta entonces, y que ganó el célebre premio Viareggio. Eso no modificó su excentricidad con respecto al medio literario y editorial, y su tendencia a dispersar sus poemas en revistas y plaquettes; pasaron casi veinte años hasta la aparición de su siguiente libro, Stranezze (1976). De los catorce poemas de El viajero insomne, diez pertenecían en principio a aquel poemario, pero Penna los apartó al ofrecerle a un editor genovés la publicación de un libro con algunos poemas suyos e ilustraciones del artista Giacomo Manzù. En esa decisión convergían la relación particular que tenía Penna con sus manuscritos y, nuevamente, la necesidad de dinero: como la edición genovesa sería de lujo, para suscriptores, el poeta recibiría por esos catorce breves poemas una interesante paga. Pero la “edición Manzù” nunca se concretó, y aquellos diez poemas, junto con otros cuatro inéditos, pasaron a formar la plaquette Ilviaggiatore insonne. Penna trataba a sus manuscritos como si fueran cuadros, piezas únicas e irreproducibles, y del todo independientes entre sí: siempre mostró gran resistencia a desprenderse de ellos, y no lo hacía sin auténtico duelo. Un ejemplo: creía que “Desembarco en Ancona” -uno de los poemas de El viajero insomne- era una de su mejores páginas, y por eso mismo no se decidió a cederla al librito hasta último momento y con grandes lamentaciones.

La crítica se tomó demasiado en serio la resistencia de Penna a ejercer como poeta profesional. Aunque nadie discutía la altura de su talento, se lo trataba con condescendencia, un poco como al Aduanero Rousseau dentro del impresionismo: otorgándole el lugar del autodidacta intuitivo y tosco, ganado por un homoerotismo pintoresco, sin un sustento ético ni metafísico, del todo despojado de metadiscurso. Anceschi lo ubica “más acá, nunca más allá, de toda inquietud moral y de toda reflexión sentimental”; De Michelis habla de “espontaneidad ingenua”; Caretti se refiere a la “simplificación exacta y graciosa” operada por Penna sobre la lengua; Umbro Apollonio, notorio crítico marxista, define su poesía como “un candido prodigio”. Todo lo cual causó la seria indignación de Pier Paolo Pasolini, para quien Penna era una figura central en la literatura italiana del siglo XX. Para poner las cosas en su lugar, Pasolini elaboró la teoría de un Penna “místico”, en el que hay elementos “talismánicos”, resistentes al análisis. Por eso se lo suele ubicar como un crepuscular tardío: no es casualidad que el último poema de El viajero insomne -es decir, su última página publicada en vida- vaya dedicada a Montale, diez años mayor que él, a quien consideraba su maestro. Pero, en la argumentación de Pasolini, Penna trabaja sobre una tesitura en la que todo es “excesivo”: la belleza, la evidencia, la felicidad, la búsqueda de la completitud. Hay allí un erotismo encerrado en un círculo obsesivo y una dialéctica permanente entre la angustia y la euforia: en esto reside su “extraña alegría de vivir” título de otra de sus bellísimas plaquettes o, en términos de Pasolini, su “neurosis”. Un misticismo que irradia también hacia su posición solitaria y excéntrica, como aquel que rehuye el dogma (la institución) y el sentimiento de culpa (el código moral de la Italia católica o de la Italia militante).

La poesía de Penna se erige en una convergencia verdaderamente peculiar: la precisa tradición grecolatina del epigrama erótico, con una serie de fulguraciones del carpe diem se entreteje con esa tendencia al silencio y a la extrema condensación que guía una de las vetas más perdurables de la poesía del siglo XX: en un registro distinto, Ungaretti es un célebre representante de esta línea. Tan lejos de la tentación barroca como del coloquialismo, la lengua de Penna prefiere esa deliberada pobreza de medios que Brodsky festejaba en Kavafis; en la adjetivación de El viajero insomne las sandías son “rojas”; la terraza, “alta”. Pobreza de medios y condensación extrema: en esa conjunción se cuaja la opacidad sustancial que envuelve sus poemas, más como un cegador destello que como un defecto de luz. Un erotismo obsesivo, nada sensual, que contamina todo el paisaje y disuelve toda subjetividad: por eso, a diferencia de Kavafis, a quien puede recordar por momentos, no hay melancolía por la pérdida de una belleza pasada, sino sufrimiento -y euforia- por la tensión de ese presente perpetuo que no se resuelve. Y cruzando por todo ello hay una música de canción popular, que acentúa la nostalgia por una pureza sin inocencia que está siempre en otra parte, y cuya búsqueda es un camino de necesaria soledad. Una música en la que, también, puede resonar la ironía, como en el poema que empieza “Cuando la esbelta lechera…”

Estamos tan cerca de las miradas de reojo de Baudelaire como de los patéticos aspavientos de las criaturas de Samuel Beckett. Con su pobreza, con su erotismo sin sensualidad, con sus deslumbrantes contrastes de luz, Penna es un vagabundo al que la masa atrae y espanta, como en el último poema de El viajero insomne,el que no se integra entre la multitud que sale de la cancha, pero no con desdén ni superioridad, al contrario: con la angustia de no poder ser alguien, otro, uno. Así se va disolviendo en nada, en nadie, en un resto de conciencia que, sin embargo, encuentra “injusto” el tener que morir. El poema, precisamente, es el documento de esa resistencia y de su pobre, gloriosa victoria.