Penna fue reconocido como uno de los grandes poetas italianos del siglo XX a partir de 1957, gracias a Poesie, libro en que la editorial Garzanti recogió toda su obra publicada hasta entonces, y que ganó el célebre premio Viareggio. Eso no modificó su excentricidad con respecto al medio literario y editorial, y su tendencia a dispersar sus poemas en revistas y plaquettes; pasaron casi veinte años hasta la aparición de su siguiente libro, Stranezze (1976). De los catorce poemas de El viajero insomne, diez pertenecían en principio a aquel poemario, pero Penna los apartó al ofrecerle a un editor genovés la publicación de un libro con algunos poemas suyos e ilustraciones del artista Giacomo Manzù. En esa decisión convergían la relación particular que tenía Penna con sus manuscritos y, nuevamente, la necesidad de dinero: como la edición genovesa sería de lujo, para suscriptores, el poeta recibiría por esos catorce breves poemas una interesante paga. Pero la “edición Manzù” nunca se concretó, y aquellos diez poemas, junto con otros cuatro inéditos, pasaron a formar la plaquette Ilviaggiatore insonne. Penna trataba a sus manuscritos como si fueran cuadros, piezas únicas e irreproducibles, y del todo independientes entre sí: siempre mostró gran resistencia a desprenderse de ellos, y no lo hacía sin auténtico duelo. Un ejemplo: creía que “Desembarco en Ancona” -uno de los poemas de El viajero insomne- era una de su mejores páginas, y por eso mismo no se decidió a cederla al librito hasta último momento y con grandes lamentaciones.
La crítica se tomó demasiado en serio la resistencia de Penna a ejercer como poeta profesional. Aunque nadie discutía la altura de su talento, se lo trataba con condescendencia, un poco como al Aduanero Rousseau dentro del impresionismo: otorgándole el lugar del autodidacta intuitivo y tosco, ganado por un homoerotismo pintoresco, sin un sustento ético ni metafísico, del todo despojado de metadiscurso. Anceschi lo ubica “más acá, nunca más allá, de toda inquietud moral y de toda reflexión sentimental”; De Michelis habla de “espontaneidad ingenua”; Caretti se refiere a la “simplificación exacta y graciosa” operada por Penna sobre la lengua; Umbro Apollonio, notorio crítico marxista, define su poesía como “un candido prodigio”. Todo lo cual causó la seria indignación de Pier Paolo Pasolini, para quien Penna era una figura central en la literatura italiana del siglo XX. Para poner las cosas en su lugar, Pasolini elaboró la teoría de un Penna “místico”, en el que hay elementos “talismánicos”, resistentes al análisis. Por eso se lo suele ubicar como un crepuscular tardío: no es casualidad que el último poema de El viajero insomne -es decir, su última página publicada en vida- vaya dedicada a Montale, diez años mayor que él, a quien consideraba su maestro. Pero, en la argumentación de Pasolini, Penna trabaja sobre una tesitura en la que todo es “excesivo”: la belleza, la evidencia, la felicidad, la búsqueda de la completitud. Hay allí un erotismo encerrado en un círculo obsesivo y una dialéctica permanente entre la angustia y la euforia: en esto reside su “extraña alegría de vivir” título de otra de sus bellísimas plaquettes o, en términos de Pasolini, su “neurosis”. Un misticismo que irradia también hacia su posición solitaria y excéntrica, como aquel que rehuye el dogma (la institución) y el sentimiento de culpa (el código moral de la Italia católica o de la Italia militante).
La poesía de Penna se erige en una convergencia verdaderamente peculiar: la precisa tradición grecolatina del epigrama erótico, con una serie de fulguraciones del carpe diem se entreteje con esa tendencia al silencio y a la extrema condensación que guía una de las vetas más perdurables de la poesía del siglo XX: en un registro distinto, Ungaretti es un célebre representante de esta línea. Tan lejos de la tentación barroca como del coloquialismo, la lengua de Penna prefiere esa deliberada pobreza de medios que Brodsky festejaba en Kavafis; en la adjetivación de El viajero insomne las sandías son “rojas”; la terraza, “alta”. Pobreza de medios y condensación extrema: en esa conjunción se cuaja la opacidad sustancial que envuelve sus poemas, más como un cegador destello que como un defecto de luz. Un erotismo obsesivo, nada sensual, que contamina todo el paisaje y disuelve toda subjetividad: por eso, a diferencia de Kavafis, a quien puede recordar por momentos, no hay melancolía por la pérdida de una belleza pasada, sino sufrimiento -y euforia- por la tensión de ese presente perpetuo que no se resuelve. Y cruzando por todo ello hay una música de canción popular, que acentúa la nostalgia por una pureza sin inocencia que está siempre en otra parte, y cuya búsqueda es un camino de necesaria soledad. Una música en la que, también, puede resonar la ironía, como en el poema que empieza “Cuando la esbelta lechera…”
Estamos tan cerca de las miradas de reojo de Baudelaire como de los patéticos aspavientos de las criaturas de Samuel Beckett. Con su pobreza, con su erotismo sin sensualidad, con sus deslumbrantes contrastes de luz, Penna es un vagabundo al que la masa atrae y espanta, como en el último poema de El viajero insomne,el que no se integra entre la multitud que sale de la cancha, pero no con desdén ni superioridad, al contrario: con la angustia de no poder ser alguien, otro, uno. Así se va disolviendo en nada, en nadie, en un resto de conciencia que, sin embargo, encuentra “injusto” el tener que morir. El poema, precisamente, es el documento de esa resistencia y de su pobre, gloriosa victoria.
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