Te sientas, enciendes el televisor, no emiten nada bueno como es costumbre, lo haces por inercia, por evitar la angustia que el silencio produce. Das un vistazo a tu derecha, no hay nada fuera de lo normal, giras el cuello al otro lado, tienes un ventanal, mas allá de el, miras las casas, un cielo nublado, tu calle, de nuevo, nada fuera de lo normal. Haces un movimiento para acomodarte nuevamente en ese sillón que encuentras tan insignificante, no prestas atención al ruido que responde al rose de tu ropa con el asiento. Presionas el desgastado botón de aquel control remoto, tan sucio, manoseado, usado, lo vuelves a presionar, en espera de que en la pantalla que cautiva tu mirar aparezca algo que sea de tu gusto, algo que te ayude a distraer de esa monotonía, continuas presionándolo, ha dejado de ser un acto consciente, y se ha convertido en un impulso. Sabes que no habrá nada que logre captar tu atención, sin embargo, no desistes, continuas con lo mismo, presionas, mientras mantienes una mirada ida en dicho aparato. Te detienes, pones el control a un lado, de nuevo, giras la vista, te encuentras con un viejo libro, ni siquiera reparas en recordar si lo leíste o no, de cualquier forma, no te apetece, colocas tu mano sobre el, lo levantas, jugueteas con el, encuentras distracción en el viento que se produce tras el rápido pasar de las paginas, diriges esa pequeña brisa hacia tu rostro, te detienes, dejas el libro donde estaba. Le devuelves la atención al televisor, atiendes a dos frases, parece que al fin lo has logrado, parece que al fin has encontrado esa distracción, ese acto que te libre de la calma a la que tu llamas aburrimiento, dos frases, otras dos, estás ya inmerso en la emisión, dos frases, dos. Escuchas un grito, adiós a la abstracción, adiós a esas dos frases.
El Amargo.
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